Época: Hispania republicana
Inicio: Año 237 A. C.
Fin: Año 30 D.C.

Antecedente:
La administración de los territorios conquistados



Comentario

Las ciudades privilegiadas (colonias y municipios) seguían las pautas organizativas de las ciudades de igual rango de Italia, que, sin ser uniformes, respondían a un patrón parecido. Mayoritariamente, contaban con dos magistrados supremos, IIviri (dunviros): presiden y convocan al Senado local, representan a la comunidad y tienen poderes judiciales sobre el ámbito de la ciudad y de su territorio aunque con competencias limitadas. Los dos aediles eran magistrados de segundo rango y tenían competencias sobre el cuidado y vigilancia de obras, mercados (control de pesas y medidas) y orden público. Cuando los textos hablan de IVviri (cuadrunviros), dos de ellos eran dunviros y los otros dos tenían las funciones de los ediles. El cuestor, quaestor, tenía la responsabilidad de la caja y de las finanzas públicas. Cada cinco años, se nombraba a un censor con la misión de actualizar el censo de la ciudad; en ocasiones, se suplía este nombramiento encargando sus funciones a un dunviro quinquenal.
En caso de ausencia de un dunviro, éste era suplido por un prefecto, praefectus. Ahora sabemos que hubo ciudades en las que el suplente del dunviro recibía el título de interrey, interrex, tal como se indica en la ley colonial de Urso (Osuna) y en una inscripción hallada recientemente no lejos de Osuna.

No contamos con ninguna noticia sobre la organización sacerdotal de las colonias latinas. La primera mención nos llega en el texto de la ley de Urso y no tenemos garantías de que la normativa sacerdotal fuera igual para otras ciudades privilegiadas de época republicana. La ley colonial de Osuna contempla la existencia de dos colegios sacerdotales de tres miembros: uno de pontifices y el otro de augures. Los pontífices eran los oficiantes de los rituales públicos y, a la vez, los responsables de la supervisión de los demás cultos o rituales romanos o locales que se practicaran en el ámbito de la ciudad o de su territorio tanto en medios públicos como en ámbitos privados; eran, pues, teólogos y oficiantes. Los augures entendían la voluntad de los dioses que se manifestaba por signos y a instancias de un ritual, es decir, no entendían sobre los signos no pedidos que eran competencia de adivinos que no tenían el carácter de magistrados. El augurado era vitalicio y compatible con el ejercicio de cualquier otra magistratura. Desconocemos la duración de la magistratura de los pontífices. Acorde con la concepción política romana, los magistrados religiosos, pontífices y augures, eran elegidos y no tenían ninguna responsabilidad sobre ningún aspecto económico relacionado con la religión.

Conforme a la constitución romana, las magistraturas eran colegiadas y las civiles además anuales. La ley colonial de Osuna, más otras leyes de época republicana conocidas (Tabula Heracleensis, Lex Tarentina, etc.), permiten comprobar que los magistrados eran simples ejecutores de las decisiones tomadas por el Senado local. Sobre cualquier cuestión de interés común (propuesta de nombramiento de patrono, alquiler de propiedades públicas, elección de comisiones...), la decisión competía al Senado local. Los magistrados estaban obligados a hacer una declaración de bienes antes de acceder al cargo y debían informar de su gestión y de su patrimonio al fin de su mandato ante el Senado local. Más aún, quedaban sometidos a posibles responsabilidades durante cinco años. Por otra parte, el Senado fijaba el calendario festivo anual, sacaba a contrata el abastecimiento de lo necesario para los sacrificios públicos y nombraba a los administradores de la economía religiosa, a los magistri.

El número de los componentes de los senados de las colonias y municipios -siempre varias decenas de miembros- variaba en función de la importancia económica y demográfica de cada ciudad. Todos ellos pertenecían a las oligarquías locales, lo mismo que los magistrados. Y ni los magistrados ni los senadores locales percibían ninguna remuneración por su dedicación a la comunidad. Más aún, los dunviros y los ediles estaban obligados a pagar una cantidad monetaria a la caja de la ciudad que era destinada a la celebración de juegos en honor de los dioses protectores. La ley de Osuna dice que cada dunviro y cada edil debían pagar 2.000 sestercios por el acceso a su magistratura, cantidades conocidas como ob honorem o bien como munus. Cada ciudad podía marcar el montante de tales cifras económicas.

La asamblea del pueblo, compuesta por quienes tenían derecho de ciudadanía a través de esa ciudad, se reunía a instancia de los dunviros y siempre que debían realizarse las elecciones de los magistrados. El privilegio de la ciudadanía tenía como contrapartida algunas cargas. Una común a todas las ciudades privilegiadas era la de las prestaciones personales, munitio, en virtud de la cual todos los ciudadanos mayores de 14-16 años y menores de 60 debían aportar varios días de trabajo gratuito al año para la realización de obras públicas (construcción o reparación de edificios, caminos, puentes o murallas). Los residentes, incolae, ciudadanos por una comunidad pero con domicilio en la segunda, quedaban también obligados a estas prestaciones. Sabemos de obligaciones de munitio de 5-7 días al año; en todo caso, el Senado local fijaba en cada momento los días exigidos y la forma de cumplir con estas obligaciones.

Alguna vez, los ciudadanos de una colonia o municipio quedaron sometidos a servicios militares en el ámbito del territorio: ante sediciones, bandolerismo u otros casos excepcionales, en los que el dunviro ejercía el mando sobre las tropas improvisadas; esta defensa local terminó encargándose a grupos de jóvenes controlados y organizados en asociaciones.